Teresa Sánchez o Teresa Pina o Teresa de Cepeda, es decir Teresa de Ahumada, Santa Teresa de Jesús, era la sexta de los doce (tres más nueve) hijos que en sus dos matrimonios tuvo Alonso de Cepeda, primero mercader y luego hidalgo labrador, obligado a cambiar de modo de vida para, con una ejecutoria de hidalguía falsificada y carísima, «limpiar» una historia familiar que arrancaba del judaísmo, de cuando Juan Sánchez de Toledo, el abuelo de Santa Teresa tuvo que trasladarse hasta Ávila, huyendo de Toledo, donde muchos podían recordar el sambenito que durante siete viernes llevó. Antes había tenido que reconciliarse en una ceremonia en la que también tomaron parte sus hijos: Pedro, Álvaro, Rodrigo, Elvira, Lorenzo, Francisco y Alonso, el padre de Teresa. Su madre, Beatriz de Ahumada, que a los 14 años se convirtió en la segunda esposa del viudo don Alonso, tuvo nueve hijos y murió a los 33 años: es dato de suma importancia para comprender a tan singular mujer.
Era Teresa uno de esos espíritus fronterizos que cita Jiménez Lozano: «Estos hombres de la casta hebrea y sus descendientes, cuando realmente abrazaron el cristianismo con toda su alma, estaban mejor situados que los cristianos de otras tradiciones espirituales y otras actitudes psicológicas para entender la religión interior de los adentros y la búsqueda del Innombrable en medio de la desnudez, la ausencia o el encuentro de Dios como ausencia o encuentro del Esposo del ‘Cantar de los Cantares’. Teresa es una mística, es decir alguien que busca lo real absoluto. Alguien que ha tomado a peso el mundo y sus criaturas y le han parecido que no tenían entidad y eran no-nada: ‘Que todo el mundo me parece que no me hace compañía’, o ‘todo me parece sueño lo que veo, y que es burla’, y por eso busca lo único real y consistente en apartamiento de esa mentira del mundo y en oposición a una sociedad que tiene una tabla de valores polarmente opuestos a los suyos. Así que estos buscadores de lo real viven a contrapelo del Estado-Iglesia o Iglesia-Estado de su tiempo; es decir, contra esa misma identificación o simbiosis y su carácter cesarista y constrictivo. Desprecian el montaje de la vida eclesiástica tal y como aparece a sus ojos, y anhelan una sociedad sin castas en un momento histórico precisamente en que son esta lucha entre ellas y la aventura de la empinación hidalga las que constituyen el fondo de la existencia española». Eran tiempos recios y ella una mujer en un mundo de varones, un espíritu libre en tiempos de cerrazón contrarreformista y una descendiente de conversos en una sociedad de cristianos viejos.
Impresiona la relación de las fundaciones de Carmelos reformados, y saber que todas –menos Caravaca y Granada- son obra directa suya: Ávila 1562, Medina del Campo 1567, Malagón 1568, Valladolid 1568, Toledo 1569, Pastrana 1569, Salamanca 1570, Alba de Tormes 1571, Segovia 1574, Beas de Segura 1575, Sevilla 1575, Caravaca 1576, Villanueva de la Jara 1580, Palencia 1581, Soria 1581, Granada 1582 y Burgos 1582. A ellos hay que añadir los dos de frailes en cuya fundación intervino: Duruelo (donde en 1668 comenzó la reforma de los frailes) y Pastrana. Conste, sin embargo, que reducir a guarismos, diecisiete conventos femeninos y dos masculinos, la actividad fundadora de la Reformadora, es necia simplificación.
Hablar literariamente de la santa andariega y de sus palomarcitos es querer esconder la rotundidad de la apuesta de Teresa y de sus dificultades. Un recorrido por el libro de su Vida y por las Fundaciones permite calibrar la aventura teresiana, la radicalidad de su reforma, valorar el temple de una mujer que se enfrentó a todas las adversidades posibles, precisar que esta mística tenía firmemente asentados los pies en la realidad de una tierra de Castilla que recorrió incansablemente de un extremo a otro y en una iglesia en ebullición.